miércoles, 17 de abril de 2013

PRIMERAS IMPRESIONES


Se acercaba el otoño, podía sentirlo en cada uno de sus huesos. Pero, hubo un tiempo en que no había sido así. De joven jamás se sentía cansada, podía pasar horas y horas trabajando sin descanso y, una vez terminada su jornada laboral, todavía le quedaban fuerzas y energías para salir con sus amigas. Hacía ya mucho de eso. Luego había venido el amor, los hijos, los desengaños y, finalmente, el desamor y la soledad.

Ahora trataba de empezar una nueva vida. Hacía unas semanas que había aterrizado en aquel pequeño pueblo costero y todavía estaba acondicionando la preciosa casita que había adquirido a las afueras, cerca del faro y los acantilados. La casa era la típica construcción cántabra de dos plantas con un precioso balcón de madera que ocupaba toda la fachada de la segunda planta. Tenía las vigas y el suelo de madera y una enorme cocina orientada al mar en la que, estaba segura, pasaría sin dificultar gran parte de su tiempo.



La primera vez que había estado allí fue en el verano de 1998, cuando los niños eran pequeños y, aquel había sido, sin duda, uno de los mejores veranos de su vida. La playa, el sol, las risas y los juegos habían ocupado la mayor parte de sus días y, por la tarde, cuando regresaban los barcos con las bodegas repletas con la pesca del día, se acercaban a alguno de los chiringuitos del puerto a comer sardinas asadas con las manos y beber vino joven bien fresco hasta que no podían más.

Aquella mañana se había levantado temprano, había desayunado contemplando absorta el paisaje desde la mesa que había colocado justo enfrente del gran ventanal de la cocina y, después de enfundarse en unos tejanos raídos y una sudadera que había vivido tiempos mejores, se había dirigido a la gran sala de la planta baja que, en su tiempo, había albergado las caballerizas y que ella iba a utilizar como taller.



Empezó a colocar y etiquetar todos los productos químicos en las estanterías situadas en la pared derecha. A continuación, se dispuso a colocar todas las herramientas en el panel que ocupaba la totalidad de la pared de la izquierda. Daba gusto ver todos los martillos, destornilladores, alicates, cepillos, sargentos y restos de las herramientas ordenadas formando filas disciplinadas. No siempre estarían así. Aunque procuraba mantener el orden, la mayoría de las veces, al finalizar su trabajo diario, las muy caprichosas se habían ido adueñando de todo el espacio e incluso, las más juguetonas, la desafiaban al escondite.

Estaba tan absorta en lo que hacía que, cuando sonó el timbre de la puerta, ya se había olvidado por completo que esperaba visita. Raúl era el alcalde de pueblo y, era también, según le había asegurado, era un magnífico ebanista  y ella necesitaba que le acondicionaran como biblioteca lo que antaño había sido un oratorio y que se encontraba justo enfrente del taller.


Le habían dado su teléfono en la tienda de comestibles del pueblo cuando comentó lo que quería hacer con las personas allí reunidas y, a pesar de que había expuesto sus reparos para llamar por las buenas a una persona a la que no conocía y que, a buen seguro, estaría sumamente ocupada tratando de resolver los problemas que debía de presentar el día a día de una alcaldía, todos los allí presentes –Luisa, la tendera incluida- le animaron a hacerlo.

Al final, después de llevar varios días el papel con el teléfono en el bolsillo de su chaqueta, se había decidido a realizar la llamada justo la tarde anterior, justo en el momento en que se ponía el sol por el horizonte. La voz que le había contestado al otro lado del teléfono había sido sumamente amable. Le había explicado lo que necesitaba y habían quedado al día siguiente por la mañana. Y ahí esta ella ahora, a punto de abrirle la puerta a un desconocido, con la ropa más vieja que tenía, llena de polvo y despeinada.

Si es verdad que sólo existe una oportunidad para causar buena impresión, lo llevo claro –pensó para sus adentros.



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